Paris, Prisión Hiperreal





Era el sueño de artistas y reyes, la perfecta escenificación moderna diría Baudrillard, que había ensanchado las calles donde una vez se atrincheró el pueblo, llenándola de luces que ocultaban el embrujo de rincones y parques oscuros, para hacer la ciudad más benigna y controlable. La fotografía nació allí, y empezó a registrar sitios que ya no están. Susan Sontag nos advirtió: ya no es el Paris melancólico e intrincado de Atget ni de Brassai, y también como pronto se puso ese invento reciente a trabajar para el cuerpo policial, “como arma para detectar sospechosos y vigilar la cada vez más móvil población”.




Un viajero llega y antes de sacudirse el polvo del camino, o ver la estatua de Bolívar que han construido a la orilla del Sena, va a una amplia plaza donde muchos turistas se amontonan a tomar la foto de la Torre Eiffel. Cada ciudad lleva una máscara para participar en la coreografía ensayada, “más sonriente, más auténtica” que el rostro real. Al lado una de otra la última foto tomada antes de salir y la primera foto tomada al llegar. Dos imágenes del mapa, cartografías tan lejos en el espacio y en el espíritu pero tan cerca en el tiempo. Como en el museo de ciencias cuando abandonamos la sala de la edad de piedra, pasamos por el lado de Albert Einstein y la relatividad y llegamos de súbito a la época de las Redes Satelitales.


Paris, es una especie de ciudad sagrada para las tribus contemporáneas, donde se conservan los monumentos que vienen a adorar los turistas, como fieles de hoy día, que quieren llevarse una evidencia o amuleto de su peregrinación. Mi fetichismo de historiadora de arte también se estremecía de placer, aunque por momentos me imaginaba en el escenario medieval de un videojuego colmado de aventuras fantásticas donde sería investida de gran poder, un traje de acero, frascos de poción mágica y una espada infalible. Era el escenario panóptico de las bibliotecas, universidades, hospitales, museos y cárceles de Foucault donde el criminal a vigilar es el viajante temporal, el turista, el inmigrante indocumentado.


Uno mira y es mirado, se pierde en el mapa, pregunta direcciones y es inquirido. Todos llegan en busca de alguna aventura, se besan en una esquina, se pelean en otra, buscan un café oculto, una habitación en penumbras. Pero para el habitante es distinto, un parisino me confesó: No sé porque siempre que llego siento como una opresión en el pecho, y mientras decía esto, yo me adentraba de noche en la ciudad amenazante.





Después me acordé de aquel hombre y me cercioré de que en la oscuridad del agujero también continúa el desfile de luces, mientras el presente ahoga sus penas en las copas de vino. Ya no salta emocionado e impúdico en algún cabaret - salvo que se trate de la función establecida - ni reina orgullosa como vieja cortesana decrépita evocadora de recuerdos fastuosos. Es la lágrima asustada que aún ama y teme lo desconocido, pero que ante todo, no quiere perder ese sentimiento de autoconmiseración.



Paris es un escenario –una simulación, el universo extrañamente parecido al original de Baudrillard-y la luz que la llena es blanca, como todo es blanco alrededor, un baño de aséptica blancura que convoca al centro frío, sin palpitaciones ni retoños. El cuerpo, ese cuartoscuro viajero que va marchando adonde se le pide, a la usanza de los antiguos fotógrafos ambulantes, no estaba preparado para este festín a deshora, que llega cuando nadie ya lo espera. Todo parece una tentación licenciosa que cede pronto a la costumbre de esperar y recibir cada ofrecimiento. Pero el regodeo con los vicios es otra máscara, no hay verdadera lujuria o desenfreno, solo un letargo.

Es prudente marchar a la hora establecida sacudiendo el embrujo de manjares y aromas, el éxtasis del baile para seguir el paso, cambiar de piel, seguir como un desconocido solitario, un desconocido invisible que no tiene secretos que ocultar.

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