Del artista como sufridor ejemplar al perfecto manipulador inconforme



Según Anna María Guasch, llama la atención el tono marcadamente autocrítico con que los curadores de la exposición de arte ruso contemporáneo más importante de los últimos tiempos presentan en Arts Santa Mónica a los ganadores del Premio Kandinski. Comisariada por Andrei Erofeev y por Jean Hubert Martin, gurú mediador entre Occidente y “lo otro”, artífice de la polémica Magiciens de la Terre, que vuelve a colocar al artista en el papel de “curandero” o sanador de la debacle social, no a través de la catarsis colectiva con “proyecciones de utopía y parodia crítica” sino de la autocrítica, el poder de señalar las crisis materiales y espirituales o desenmascarar los falsos profetas prestos a deslumbrar con nuevas utopías del renacer nacional.

Pero más allá de la visión edulcorada e idealista del artista como sanador de una sociedad enferma, el artista ruso es también hijo de la debacle moral que ha arrasado el país. Como el diablo pícaro y suelto del Maestro y Margarita, el artista es capaz de presentar la realidad tal y como es, sin asomos de las fantasiosas quimeras o cegueras del pasado, pero también puede manejar a su favor los hilos de negociación con la fama y entregarse al mejor postor aunque tenga que sufrir debates de conciencia. La buena noticia es que el arte ruso recupera su capacidad irreverente tras años de represión soviética, es más, la irreverencia es premiada con el éxito en un momento de desorden institucional que ha sido suplantado por un sistema de galerías privadas, fundaciones o coleccionistas que apadrinan amantes o esposas de la famosa clase de nuevos ricos rusos. El Tolstoi de la pieza de Oleg Kulik presenta el artista como “sufridor ejemplar”, encerrado, con gallinas que lo inundan de excrementos mientras permanece oculto tras el telón ese otro artista, típico fenómeno de los ex – países comunistas, que lejos de victimizarse ingenuamente llega a ser incluso manipulador, y reconoce la sociedad y el arte como un espacio de negociación entre los individuos y el poder, acostumbrado como está al diabólico juego de premio y castigo, antes del Estado, ahora del mercado o las instituciones de arte occidentales.

No se puede perder de vista que los acuñados “nuevos” movimientos artísticos de los países ex - comunistas, han experimentado como en ningún lugar, una furia mercantil que pasó de someter el arte bajo la tutela del Estado a la tutela del mercado. Y eso ha tenido un impacto innegable en la creación. No podemos dejarnos engañar por la capacidad que tiene el mercado de arte de haber afinado durante años sus estrategias y sistemas logrando mecanismos intrínsecos que parecen emanar de las propias prácticas artísticas. En cada contexto donde esto ha ocurrido (Rusia, China, Cuba) se produce una revolución en torno al arte donde lo que se compra no es la obra sino un símbolo político y social. En estos lugares la estrategia ha sido contraponer el artista “puro”, “militante”, “incorruptible”, abanderado de la libertad de expresión, a un Estado represivo, vicioso y perverso o a una realidad devastada material y moralmente. Gracias al mercado el artista en estos países ha logrado una esfera de trabajo autónoma que le ha permitido desligarse de la institución, permitiéndole hacer, no las autocríticas, sino las críticas al sistema, puesto que tal y como se ha dispuesto ellos no parecen ser parte de ese sistema.

Aunque cada contexto es diferente. Los artistas chinos salieron a Occidente con una fuerza, unas ganas de conectar con el mercado, y el respaldo de una red de galerías, comisarios y críticos de arte, que no tuvieron por ejemplo, los artistas cubanos, cuyo fallido “renacimiento” solo logró lanzar algunos al estrellato. En Rusia, por otra parte, los artistas cuentan con cierto apoyo de un floreciente coleccionismo interno.

No pretendo cuestionar la integridad de artistas como Ai Wei Wei, otro símbolo de la libertad de expresión. Sino que la posibilidad de estos artistas de vender su obra o ser reconocidos se traduce a que cada uno interprete hasta el cansancio el repertorio de temas afines a los países mencionados como el encierro, la represión, la utopía, la tradición vs la modernidad, la crisis moral de la sociedad, el juego con la imagen de líderes antes intocables, o cualquier clase de símbolos exportados a Occidente como imágenes del comunismo caído. Sin embargo, como dice el propio Jean Hubert Martin en una entrevista, no todos los artistas son capaces de funcionar con el sistema. No es lo mismo un artista como el chino Huang Yong-Ping, que estaba preparado para su “lanzamiento” al mercado de arte en el momento que le llegó la oportunidad, a un artista como el africano Cyprien Toukoudagba, otro miembro de la legitimante marca “Magiciens de la Terre”, pero que no produce obras con la regularidad que el mercado necesita. Una “imposibilidad” que se traduce en su falta de interés por ser reconocido en Occidente mientras pueda seguir disfrutando de la “sencillez” de la vida en su tribu “local”.

Pero el arte es sobre las personalidades, no sólo sobre el objeto manufacturado. Según el comisario francés los artistas rusos son capaces de mantener un nivel de discusión y reflexión muy alto y sofisticado, quizás como dice el texto de presentación de la exposición, la situación geográfica de Rusia, un pie en occidente y otro en oriente, crea una dicotomía que le permitirá eventualmente mantener el adecuado equilibrio y dejar el arte en esa zona de incertidumbre, de inconformismo e inadaptación.

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